Con el poema La caña y la hiedra continuamos esta serie de artículos en los que intentamos recuperar la voz de escritoras españolas, olvidadas o prácticamente desconocidas hoy día pero que, sin embargo, tuvieron bastante actividad literaria y periodística durante el siglo XIX apareciendo sus obras, ya fueran estas en prosa o en verso, en numerosos periódicos y revistas de la época.
Este poema de María Mendoza de Vives, apareció en la revista femenina El Correo de la Moda, en su Año X y Núm. 381 del 8 de diciembre de 1860. y en El Bello Ideal, revista que según indica Manuel Garrido a la escritora Faustina Sáez de Melgar en su carta del 12 de junio de 1860 se fundaba bajo la protección de S. M. la Reina y con la finalidad de socorrer las necesidades de la Asociación de Señoras de Beneficencia domiciliaria.
Manuel Garrido, en su carta, le pedía, además, su colaboración en las páginas de la revista con el objeto de realzar su mérito; indicándola que en ella participarían también otras importantes escritoras españolas al tiempo que le pedía permiso para insertar su nombre en la relación de colaboradoras que aparecería al frente de los números de la publicación; así como un trabajo para el primer número que estaba previsto apareciera el 15 de ese mismo mes.
Respetamos su ortografía original y lo ilustramos con imágenes adecuadas al texto.
La caña y la yedra. Por María Mendoza de Vives
A la márgen de un rio
una caña creció pomposa y vana;
cubierta de rocio
ostentábase al son de la mañana,
con amoroso arrullo
los flexibles listones de su frente
la brisa acariciaba,
mientras ella en la límpida corriente
que su planta besára con murmullo,
sobre juncos y adelfas se miraba
radiante de placer, ébria de orgullo.
No lejos de la orilla
desplegando en un árbol sus guirnaldas
á una yedra miró tierna y sencilla,
y la caña ligera como hermosa,
— ¿Por qué con tus festones de esmeraldas,
le dijo desdeñosa,
llevada de tu amante desvario,
para siempre encadenas tu existencia?
¿Ignoras que al amor sigue el hastío?
Se libre como yo: ¡con que delicia
me agito entre placeres!
El Céfiro donoso me acaricia
diciéndome al pasar con un suspiro,
amor excitas que pagar no quieres.
Cual palma airosa columpiarte miro,
exclama el ave con su armonioso canto,
y deteniendo de su vuelo el giro
bebe en mis hojas de la aurora el llanto.
Si el ala baten aquilones fieros
el verde tallo sin temor inclino:
mientras pierden sus ramas y plumeros
el ancho roble y el gigante pino.
Si la corriente con mis galas todo
perlas me ciñe de nevada espuma,
y hasta la niebla en su capricho loco
mi sien corona con su parda bruma.
¿No envidas mi alegría,
mi libertad apreciada?
— ¡Son tan breves, la yedra respondía,
los blandos goces de que estás cercada!
coquetas cañas como tú cimbrarse,
y al ir perdiendo su beldad primera
de la existencia con dolor quejarse.
Presas de la vejez en su aislamiento
sin la docilidad con que hoy resistes
al ímpetu del viento,
á su soplo las vi secas troncharse
y en el cieno quedar, ansiando en vano
aunque llenas de lodo levantarse
allí sumidas en su orgullo insano
ni aun brindaron las tristes por livianas
báculo firma á la cansada mano.
¡Esa la suerte fué de tus hermanas!
Yo que débil naciera, uno mi vida
á un ser fuerte cuyo amor me halaga,
que el golpe que le amaga
alcanzarle no puede sin herirme.
La vejez para ti devastadora
mi afecto aguarda de temor desnudo,
porque el tiempo que todo lo devora
estrechas mas nuestro amoroso nudo.
Cual ese amor, emanacion divina,
que al alma vive unido
como la luz al astro que la vierte,
este lazo dulcísimo y querido
se desata tan solo con la muerte,
y mi contento inalterable fuera,
pues copio fiel la conyugal ternura,
que cual ella pudiera
prolongar en el cielo mi ventura!…
María Mendoza de Vives