ÁRTEMIS frente al amor y la muerte. Por Virginia Seguí


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Posiblemente cuando Ártemis le pidió a su padre como regalo la eterna virginidad no tenia idea del verdadero alcance de su petición; hay que considerar que según los relatos tenía tres años cuando lo hizo; y aunque su condición de diosa nos induce a pensar que quizás tuviera mayor discernimiento que cualquier mortal a su edad, su petición debió ser hecha con la mayor de las inconsciencias.

Es posible que su visión sobre el tema estuviese mediatizada por la visión de este tipo de relaciones entre los dioses y las diosas del Olimpo y o entre unos y otros y el resto de los mortales, incluyendo los amores entre sus padres. Si consideramos que fue testigo, después de su propio nacimiento, y mientras ayudaba a su madre en el nacimiento de su hermano, de las dificultades que ésta tuvo para encontrar un lugar para alumbrarles no es de extrañar su decisión.

Fue también testigo de la violencia con que su madre tomó venganza de quienes estuvieron en su contra o quienes de una manera u otra la afrentaron; incluso fue, junto a su hermano Apolo, su mano ejecutora. Las historias de los relatos que cuentan las venganzas de Leto aún desprenden un sentimiento de impiedad que, sin duda, Ártemis debió sentir aún con mayor fuerza.

La leyenda relata que en los fértiles campos de Licia aun existe un viejo altar ennegrecido por el fuego de los sacrificios que, rodeado por juncos cimbreantes, se alza en medio de un lago y su sola visión hace pronunciar a los campesinos un escueto ruego: se propicia. Este altar no está dedicado a un dios de las montañas; sino que el ara pertenece a aquella que un día fue desterrada del mundo por Hera, esposa de Zeus, y que con dificultad fue acogida por la errante Delos, cuando aún era una ligera isla flotante para poder alumbrar sus hijos y cuando Leto, bajo un sol impenitente que abrasaba los campos pasó por los confines de Licia, patria de la Quimera, llevando a sus hijos hambrientos y casi deshidratados después de haber agotado la leche de sus pecho; sedienta y agotada ella por el largo esfuerzo pasó cerca de aquel pequeño lago en el fondo de un valle, les suplicó a los campesinos que recogían allí tallos de mimbre, juntos y algas amantes de los pantanos, permiso para saciar su sed y la de sus hijos; pero los campesinos se lo impidieron e incluso enturbiaron las aguas, de nada sirvieron sus ruegos, los campesinos le niegan lo que pide y además la insultan  y amenazan si no se aleja de allí. Entonces la ira le hace olvidar la sed a la hija de Ceo; y cesa en su súplica, ya no se rebaja sino que vuelve al cielo las palmas de sus manos y exclama: <que viváis para siempre en este estanque> los deseos de la diosa se cumplen. Y ahora puede vérseles bajo el agua y sumergidos todo su cuerpo en las profundidades del pantano o nadar y sacar la cabeza en la superficie. Ejercitan sus infames lenguas en continuas peleas y sus voces ya se han hecho roncas, sus gargantas tumefactas se dilatan en grandes bocas; su cabeza y la espalda se tocan, y el cuello parece desaparecer, el dorso se vuelve verde mientras que el vientre, que ocupa la mayor parte del cuerpo, se torna blanco; las ranas nuevas, van chapoteando por las aguas fangosas, en eso quedaron convertidos los campesinos bajo la ira de Leto.

Níobe y Anfion, tuvieron siete hijos: Sípilo Eupínito, Ismeno, Damasictón, Agénor, Redimo y Tántalo, y el mismo número de hijas: Etodea, o Neeera, según algunos, Cleodoxa, Astíoque, Ftía, Pelopia, Asticratía y Ogigia. Hesíodo dice que eran diez hijos y diez hijas. Níobe orgullosa de su progenie dijo que superaba a Leto en fecundidad provocando la indignación de la diosa envió a Apolo y Ártemis contra ellos. Apolo acabó con los varones mientras estaban de cacería en Citerón y Ártemis dio cuenta de las hembras durante el entierro de sus hermanos. Níobe acabó sola, sentada entre los cuerpos exánimes de sus hijos, sus hijas y su marido, y se siente endurecer por su desgracia, el aire no mueve ya sus cabellos y su rostro adquiere la lividez mientras sus ojos permanecen inmóviles en sus mejillas sin visión, la lengua se congela dentro del paladar endurecido, y las venas pierden la facultad de palpitar, el cuello no puede torcerse, los brazos no pueden hacer ningún movimiento, los pies no pueden caminar y también sus vísceras se han hecho de piedra, aunque todavía hoy del mármol brotan lágrimas y ya como estatua envuelta en un remolino de viento impetuoso llegó hasta su patria donde se consume incrustada en la cima de una montaña.

El episodio que relata la venganza de Leto frente el comportamiento de los campesinos de Licia y su impiedad hacia ella y sus hijos, aunque no justifica la crueldad de su venganza si permite comprender la actuación de la diosa, por las consecuencias que la acción pudo tener si no contra ella si respecto a sus hijos; pero la venganza sobre Niobe es a todas luces desmesurada para castigar una afrenta cuyas consecuencias no son equiparables al exterminio de toda una estirpe. Y ambas acciones ponen de manifiesto que Ártemis vivió desde muy temprana edad junto al ejercicio de la venganza y la crueldad. No debemos extrañarnos, por tanto de sus propias acciones cuando se siente ofendida o vulnerable y/o en peligro, como sucede en ocasiones en las que directamente se olvidan de ella o en las que intuye cierto acoso con  ocasión de posibles devaneos o escarceos amorosos.

El episodio de Eneo, rey de Calidón, es un ejemplo del primer caso, ya que al hacer una ofrenda a todos los dioses con las primicias de los frutos habidos durante el año en la comarca se olvidó de Ártemis, y ella, furiosa, envió un jabalí de tamaño y fuerza extraordinarios que dejaba yerma la tierra y aniquilaba los ganados y a todo ser con el que se que se topara. Eneo tuvo que convocar a los campeones de la Hélade y ofreció su piel como premio a quien lograra darle muerte, fueron muchos los que acudieron a su llamada, el primero de ellos su hijo: Meleagro y Driante, hijo de Ares; Idas y Linceo, hijos de Afareo de Mesina; Castor y Pólux hijos de Zeus y Leda, de Lacedemonia; Teseo, hijo de Egeo, de Atenas; Admito, hijo de Feres, de Feras; Anceo y Cefeo, hijos de Licurgo, de Arcadia; Jasón hijo de Esón, de Yolco; Ificles, hijo de Anfitrión, de Tebas; Pirítoo, hijo de Ixión, de Larisa; Peleo, hijo de Éaco, de Ftía, Telamon, hijo de Éaco, de Salamina, Eurition, hijo de Actor de Ftía, Atalanta, hija de Esqueneo, de Arcadia; Anfirao, hijo de Oícles, de Argos; con éstos también estaban los hijos de Testio. Esta cacería acabó en masacre ya que el interés de Meleagro por Atalanta fue motivo de discordia; algunos perecieron a manos del jabalí, y Atalanta fue la primera que consiguió herir a la fiera con sus flechas, Anfirao el segundo y Meleagro, le remató regalándole su piel a Atalanta; lo que el resto consideró inaceptable habiendo varones y provoco el enfrentamiento.

El origen de Orión tiene varias versiones unos dicen que nació de la tierra y otros que sus padres fueron Posidón y Euríale, y que su padre le concedió el poder de andar sobre las aguas del mar. Se dice que Ártemís mato a Orión en Delos ya que se atrevió a retarla a lanzar el disco y, en Grecia, el desafío a los dioses es un acto de insolencia que ineludiblemente provoca su ira. Otros vinculan su muerte con la violación de Opis, una de las vírgenes venida de los Hiperbóreos y que esto fue lo que provocó la ira de la diosa que lo abatió con sus flechas. Sin embargo, Eratós-Tenes en su obra Catasterismos, afirma que a quién intentó violar fue a la propia diosa y ésta hizo brotar de la tierra un gigantesco escorpión que acabo con él. Posteriormente Zeus catasterizó a ambos. Aunque Higinio en su Astronomía, asegura que Orión se había vanagloriado de ser capaz de matar a todo animal con el que se topase, y que la tierra, indignada, había hecho surgir este inmenso escorpión, para que acabase con él, por ello la constelación de Orión huye continuamente de la de Escorpión.  

El suceso de Acteón está más explícitamente relacionado con su virginidad, aunque existen varias versiones sobre el tema al parecer Acteón o bien había tratado de unirse a la diosa, o bien se había jactado de ser mejor cazador que ella, diversos autores tratan el tema Higinio, Diodoro Sículo, Pausanias y Ovidio, este último, en sus Metamorfosis, relata los hechos: Acteón, era hijo de Autónoe y Aristeo y fue criado junto a Quirón siendo especialmente adiestrado en el arte de la caza, y fue precisamente en una de sus cacerías cuando de manera inesperada se encontró en el peor lugar posible, el refugio de Ártemis, en un valle próximo a la zona de cacería de Acteón llamado Gargafia, existía un lugar consagrado a Ártemis, la diosa del vestido remangado, y en un lugar escondido del bosque una gruta tallada por la misma naturaleza de forma artística; a la derecha una límpida fuente de aguas tranquilas formaba un estanque rodeado de orillas herbosas y  allí solía rociar de agua sus virginales miembros la diosa Ártemis cuando estaba fatigada de la caza. Solía entrar en la cueva y entregar la jabalina, la aljaba y el arco destensado a una de las ninfas que le llevaba las armas, depositaba su túnica en los brazos de otra; mientras otras dos soltaban las ataduras de sus sandalia, y Crócale, hija de Ismeno, la más hábil de todas, le recogía los cabellos que le caen sobre el cuello, en un moño, aunque ella misma los lleva sueltos. Nefele, Hiale, Ránide, Psécade y Fiale sacan el agua y la vierten sobre ella con grandes vasijas.

La Titania se bañaba en la fuente, como acostumbraba, cuando el nieto de Cadmo, que vagaba sin rumbo fijo por esa parte desconocida del bosque, llegó al rincón sagrado de la diosa. Tan pronto como entró en la cueva en la que brotaba el manantial, las ninfas, desnudas, al ver entrar a un hombre empezaron a golpearse el pecho, y de repente todo el bosque resonó con sus chillidos mientras rodeaban a Ártemis para taparla con sus propios cuerpos, lo que conseguían a duras penas ya que ella era más alta y sobresalía por encima de todas ellas.

El rubor se adueñó del rostro de la diosa al ser vista sin sus ropas, aunque estaba protegida por sus compañeras que se agolpaban a su alrededor, se colocó de costado y volvió el rostro hacia atrás. Al faltarle las flechas solo pudo arrojar agua al rostro del joven mientras lanzaba palabras de venganza que hicieron presagiar la inminente tragedia: <y ahora ve a contar por ahí que me has visto sin velos, si es que puedes.>

Aun no había acabado de pronunciar estas palabras cuando el joven siente que en su cabeza aún chorreando agua, comienzan a puntar unos cuernos de ciervo adulto, se alarga su cuello y se afila la punta de sus orejas, a la vez que sus manos se convierten en   pezuñas y sus brazos en largas patas, su cuerpo se recubre con una piel moteada y una innata timidez le domina. Comienza una carrera de huída el hijo de Autónoe, y se sorprende de su velocidad, solo la visión de  sus cuernos y hocico reflejados en el agua le hacen comprenderla realidad y aun intenta decir: <pobre de mi>, aunque solo un gemido sale de su boca mientras sus lágrimas se deslizan por su rostro que ya no es el suyo; aunque su mente aún permanece como antes, permitiéndole pensar soluciones, no puede permitirse dudar, la jauría de perros viene pisándole los talones, puede ver y sentir a sus propios perros tras él, aunque ellos no le reconocen. Ovidio describe:  

«La manada entera le persigue por rocas, peñascos y riscos inaccesibles, allí por donde el camino es difícil y allí por donde no existe camino, ansiosa por capturar a la presa. Él huye por los mismos lugares por los que tantas veces ha sido perseguidor, huye, ¡Ay! De sus propios criados. Querría gritar: Soy Acteón ¿No reconocéis a vuestro amo? Pero le faltan las palabras, y el aire retumba con los ladridos. Melanpo e Ignóbates de fino olfato, fueron los primeros en dar la señal con sus ladridos: Ignóbates de Cnoso, Melampo de raza espartana. Después más veloces que la rápida brisa, salieron corriendo todos los demas: Pánfago, Dorceo y Oríbaso, todos de Arcadia; el valiente Nébrofono y el cruel Terón, junto con Lélaps, Itérelas, apreciada por sus pies, y Agre, apreciada por su olfato; Nape, hija de un lobo; Pémenis, guardián de ganado y Harpía, acompañado de sus dos hijos, y Ladón de Sición, de delgados flancos, y Drómade y Cánaque, y Escicte, y Tigre y Alce, y Leucon, de nívea piel, y Asbolo, de piel negra, y el poderosísimo Lacón y Aelo, resistente en la carrera, y Too, y la veloz Lamisca con su hermano Cirpio, y Hárpalo, con su mancha blanca en su negra frente, y Melaneo y Lacne, su cuerpo hirsuto, y Labro y Agriodonte, nacidos de padre cretense pero de madre laconia, e Hilactor, de aguda voz, y otros que sería largo recordar.

La primera herida se la hizo Melanquetes, luego Terodamante, y luego Orestíforo, que se aferró a su hombro: habían salido más tarde que los demás, pero habían atajado por el monte. Mientras estos retienen a su amo, el resto de la manada se le echa encima y le clava los dientes por todo el cuerpo. Ya ni siquiera queda sitio para más heridas. El gime, y su quejido, aunque no es el de un hombre, tampoco es el que podría emitir un ciervo; llena con sus tristes lamentos las conocidas cumbres, y postrado de rodillas, suplicante, dirige alrededor su muda mirada, como si implorara, como si pidiera ayuda con los brazos tendidos.»

Y dicen que la cólera de Ártemis, la diosa de la aljaba, no quedó satisfecha hasta que las numerosas heridas acabaron con su vida. Muerto Acteón, sus perros daban fuertes aullidos buscando a su amo y en su búsqueda arribaron a la cueva de Quirón, quien fabricó una figura de Acteón que logró apaciguar su dolor.

Los comentarios son discordes: algunos piensan que la diosa fue más cruel de lo necesario, mientras que otros la elogian y consideran que actuó de acuerdo con su estricta castidad; unos y  otros aducen sus razones. La esposa de Zeus es la única que no se pronuncia ni para condenar ni para aprobar el castigo. Sencillamente, se complace de la desgracia que ha caído sobre la casa de Agénor, y hace recaer el odio que siente hacia su rival de Tiro. Sobre todos los de su estirpe. Y he aquí que al primer motivo se le añade otro: ahora se duele de que Sémele este embarazada de las semilla del poderoso Zeus.

La ausencia de amor se hace patente en estos relatos de la vida de Ártemis, sin embargo, la muerte parece su más asidua compañera.

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